jueves, 24 de abril de 2014

ESTOY A DIETA: ¿LÁCTEOS ENTEROS O DESNATADOS?

« La Fundación Genes y Gentes entrevista al nutricionista de la general 

Durante mucho, mucho tiempo el consejo dirigido a aquellas personas que querían perder unos kilos de más o que “estaban a dieta” era claro: evitar, en la medida de lo posible, todo aquello que contuviera más grasa. En el caso de los lácteos, habiendo la opción, el consejo se traducía en una medida clara: consuma lácteos desnatados antes que aquellos “enteros”. Y yo, no voy a escurrir el bulto a estas alturas, mi formación “reglada” incluía estos consejos y era de los que defendía este tipo de medidas. Y lo sigo haciendo, pero ahora, con matices o si se prefiere, con reservas. No es cuestión, en mi caso, de “nadar y guardar la ropa”; no. Tampoco se trata de hacer, otra vez, un discurso de lo absurdo del concepto “hacer dieta” tal y como está asumido en buena parte de la población general; tampoco. 

Mi opinión es conocida y bastante convencida a este respecto. Se trata más bien de, precisamente, poner sobre la mesa otro argumento más para desterrar ese erróneo concepto que es el “hacer dieta”, entre el imaginario colectivo cuando este se empeña en perder una serie de kilos. El caso, no pretendo irme por las ramas, es que de un cierto corto periodo de tiempo a esta parte se está cuestionando la idoneidad de ése consejo, el cambiar lácteos enteros por desnatados, cuando se pretende bien adelgazar, bien mantener un peso adecuado. Si echamos un vistazo a los últimos estudios epidemiológicos, la realidad observada (nunca mejor dicho) apunta que entre el grupo de personas que consumen lácteos desnatados hay mayores tasas de sobrepeso y obesidad que entre aquellos que consumen lácteos enteros… ¿sorprendido? Déjame que te ponga en antecedentes. 

En primer lugar te recomiendo que hagas una lectura comprensiva de la entrada La maleta de Asimov, o por qué lo que ayer era bueno hoy es malo (y viceversa). Con ella en mente, permite que te muestre alguna de las conclusiones de los estudios al respecto del uso de los lácteos en cuanto a su contenido en grasa y su relación con el peso de los consumidores. En este estudio, High dairy fat intake related to less central obesity: a male cohort study with 12 years’ follow-up (Un alto consumo de grasa láctea se relaciona con una menor obesidad central: estudio de 12 años de seguimiento sobre varones) se pone de relieve en sus conclusiones algo que ya se deja entrever en el título: Una alta ingesta de grasa proveniente de los lácteos se asoció con un menor riesgo de obesidad central, al tiempo que una baja ingesta de grasas de origen lácteo se asoció con un mayor riesgo de obesidad central. 

Más aun, en una vuelta de tuerca a este “sorprendente” dato, este otro estudio, un metaanálisis, The relationship between high-fat dairy consumption and obesity, cardiovascular, and metabolic disease (La relación entre el alto consumo de grasa láctea y la obesidad y las enfermedades cardiovasculares y metabólicas) concluye que:  La evidencia observacional no apoya aquella hipótesis que afirma que la grasa láctea o que los lácteos con alto contenido graso contribuyan al aumento de la obesidad o al del riesgo cardiometabólico. [Sin embargo, esta evidencia] sugiere que el consumo de lácteos con alto contenido graso dentro de los patrones dietéticos típicos se asocia de forma inversa con el riesgo de obesidad. Aunque estos hallazgos no han ser tomados de forma concluyente, pueden proporcionar un [interesante] punto de partida para futuras investigaciones sobre el impacto de la grasa láctea y la relación de elementos alimentarios de origen bovino, en especial el la grasa láctea, sobre la salud. 

 Dicho esto, creo que merece la pena contextualizar esta información: La percepción de que las grasas, todas, “son malas” es una cuestión errónea que aun persiste (y lo que te rondaré… morena) de forma importante entre la población general. Entre este “conocimiento” poco actualizado no se hace una mayor distinción entre el tipo y origen de esas grasas. Sin embargo, está claro que los distintos tipos de ácidos grasos tienen diferente efecto más allá de su origen y de que sean saturadas o insaturadas. De este modo, buena parte de la población (general y profesional) se ha preocupado de no incluir en la dieta “tantas” grasas y ha dado la espalda al peso de otros elementos en la dieta, entre ellos y de forma principal los alimentos ricos en hidratos de carbono simples. Así pues, poner en práctica acciones de estigmatización de las grasas sin prestar mayor atención a otros elementos dietéticos, por ejemplo, reemplazando grasas por una importante cantidad de esos hidratos de carbono no ayuda nada a la solución del problema. 

Es decir, tenemos un problema de similares consecuencias que el anterior pero con distinto origen. Sé que me entiendes, ¿qué te parece una merienda de café con leche (desnatada) con sacarina y una megatostada con mermelada? Es solo un ejemplo, pero creo que me comprendes. Es posible, insisto, posible habida cuenta del carácter observacional de los estudios mencionados, que aquellas personas sobre las que se ha constatado un mayor uso de lácteos desnatados lo hagan así en base a su circunstancia previa de sobrepeso u obesidad. Es decir, los toman porque (errónea o acertadamente) quieren revertir esa situación, más que al contrario, es decir, que la toma de lácteos desnatados les haya conducido a padecer sobrepeso u obesidad. Por último, y esto es parte del debate que queda abierto en base a los últimos datos observados, es posible que la grasa de los lácteos enteros contenga algún elemento que bien de forma general o a partir de un mecanismo desconocido, influya en el aumento de la saciedad de las personas que los consumen. 

De este modo, es posible y por tanto habrá de ser investigado, como bien se apunta en el metaanálisis mencionado, que algo en la grasa láctea influya para que las personas que los incorporan terminen ingresando menos calorías. En conclusión Leche nevera A la espera de resultados más concluyentes, si se persigue una reducción del peso corporal creo que cualquier reducción del aporte calórico dentro de un marco dietético general bien planificado será bien recibida. Siempre y cuando esa reducción no implique el dejar de incluir elementos indispensables para el correcto mantenimiento de la salud. Hasta la fecha, ese elemento indispensable, o cuando menos benefactor, dentro de las grasas de los lácteos no se ha puesto en evidencia. 

 El proceso de perder peso (y después mantenerlo) no debería ser observado nunca como la suma de una serie de medidas excepcionales y transitorias, es decir, nunca como un paréntesis en nuestra vida (tal y como relata la compañera dietista-nutricionista Anabel Fernández -@Anabel_Ferser- en este enlace). No vale cambiar cosas que hacíamos mal por otras que estén igualmente mal hechas y… En el terreno de los lácteos, con sinceridad, no creo, ni de lejos, que la cuestión de que sean enteros o desnatados sea la madre del cordero. Ni la clave en la que hacer descansar el éxito o fracaso de esos loables propósitos adelgazantes. 

Notas: quiero agradecer a Mª del Mar Navarro (@marnavarro94), una alumna aplicada de 2º curso del Grado de Enfermería de la Universidad San Jorge, el saber “pincharme” para hacer esta entrada. Al mismo tiempo, si estás con ganas de leer un poco más al respecto de estas cuestiones creo que te podría resultar interesante echar un vistazo a la opinión de Walter Willett, o a la recopilación que sobre este tema hace Luís Jiménez (@centinel5051) en su blog. 

http://blogs.20minutos.es/el-nutricionista-de-la-general/2014/04/18/lacteos-desnatados-que-propician-la-obesidad/ ———————————————-

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