El excesivo interés por ciertas asignaturas y capacidades acarrea la marginación casi sistemática de otras competencias e intereses de los alumnos. Inevitablemente, muchos de ellos desconocen cuáles son sus auténticas capacidades y, en consecuencia, sus vidas pueden ser menos plenas.
Ken Robinson
Lo asumimos. Suena mal. El mundo jerarquizado de las asignaturas que hemos creado los adultos está alejado de las necesidades actuales.
De hecho, una de las grandes diferencias entre las etapas educativas iniciales (Infantil y Primaria) y las etapas superiores (Secundaria y la Universidad) radica en que en las primeras se enseña a los niños, mientras que en las posteriores se enseña asignaturas. Pero sigue predominando en la mayoría de los sistemas educativos, en los que se han considerado prioritarias algunas de ellas y se han relegado a un papel secundario otras muchas. Sin embargo, desde la perspectiva integradora de la neuroeducación en la que consideramos como básico un aprendizaje directamente vinculado al mundo real, significativo, competencial e interdisciplinar, se plantea un enfoque diferente.
Las matemáticas, las ciencias o la lengua no dejan de ser importantes -que lo son- pero comparten protagonismo con otras asignaturas (¿mejor disciplinas?) que no marginarán muchas competencias e intereses de los alumnos, y que facilitarán un mayor aprendizaje, más eficiente y, en definitiva, real. Porque nuestro cerebro necesita, y mucho, la educación socioemocional, la educación física, la educación artística y el juego. A continuación, compartimos con todos los seguidores de Escuela con Cerebro algunas evidencias empíricas que justifican la aplicación de este nuevo paradigma educativo.
Educación socioemocional
Las emociones sí importan
No podemos separar lo cognitivo de lo emocional. Cuando en el laboratorio se muestra a los participantes del experimento imágenes que corresponden a contextos emocionales diferentes, se activan regiones del cerebro concretas. Ante las fotografías que generan emociones positivas se activa el hipocampo y ello posibilita que los participantes puedan memorizar más palabras en ese contexto. Esto sugiere la necesidad de generar en el aula climas emocionales positivos y seguros en los que se asume con naturalidad el error, en donde los alumnos cooperan y son protagonistas activos del aprendizaje o en los que las expectativas, tanto del profesor como del alumno, son siempre positivas. Este es el camino directo para facilitar el aprendizaje en el aula. Junto a esto, los estudios longitudinales confirman los anteriores resultados. En un metaanálisis de varios años de duración en el que participaron más de 270.000 alumnos hasta la etapa preuniversitaria, se compararon 213 escuelas que utilizaban programas de aprendizaje socioemocional con otras que no los utilizaban.
Respecto a los grupos de control, los participantes en los programas socioemocionales impartidos en primaria mostraron mejoras significativas en las habilidades sociales y emocionales, con actitudes más positivas y mayor compromiso escolar a los 18 años de edad. Y no sólo eso, sino que obtuvieron una mejora en el rendimiento académico del 11%, en promedio . Desde la perspectiva neuroeducativa entendemos que la educación ha de ser integral, es decir, no puede limitarse a la adquisición de conocimientos o destrezas, sino que debe orientarse a formar personas. Y en eso consiste la educación emocional, en la adquisición de toda una serie de competencias emocionales que van a capacitar a la persona para la vida, fomentando su bienestar personal y social. Porque cambia y mejora nuestro cerebro.
Pero para que el diseño, la implementación y la evaluación de estos programas de educación emocional sean eficientes se deben cumplir ciertas condiciones. Las más relevantes son las siguientes (Bisquerra et al., 2015):
Basar el programa en un marco conceptual sólido.
Especificar los objetivos del programa en términos evaluables.
Realizar esfuerzos coordinados que impliquen a toda la comunidad educativa.
Asegurar el apoyo del centro.
Impulsar una implantación sistemática a lo largo de varios años.
Emplear técnicas de enseñanza-aprendizaje activas y participativas que promuevan el aprendizaje cooperativo y sean variadas.
Incluir planes de formación y de asesoramiento del personal responsable del programa.
Incluir un plan de evaluación del programa antes, durante y después de su aplicación.
Consideramos especialmente importante que la implementación de estos programas se inicie en las primeras etapas educativas, las cuales tienen una incidencia específica en las funciones ejecutivas del cerebro (control inhibitorio, memoria de trabajo y flexibilidad cognitiva, las básicas). Pero para ello es necesario que el profesor conozca las estrategias adecuadas que permiten optimizar y desarrollar de forma apropiada estas importantes funciones ejecutivas. Y para fomentar un trabajo cooperativo eficiente en el aula es necesario enseñar a los alumnos diversas competencias emocionales básicas, lo cual resulta imposible si el docente no utiliza estas técnicas en su práctica diaria (no solo han de cooperar los alumnos).
Porque el éxito de cualquier programa de educación emocional parte siempre de la formación del profesorado.
Cuando se añaden a este tipo de programas las prácticas contemplativas, como el mindfulness, se mejoran los resultados obtenidos en relación a cuando se utilizan estas técnicas por separado. Por ejemplo, cuando un niño está alterado, decirle que tome conciencia de sus propias emociones puede ser insuficiente; o la simple práctica del mindfulness no garantiza que adquiera las competencias necesarias para resolver conflictos. Sin embargo, cuando se integra el mindfulness en los programas de educación socioemocional, algunas de sus competencias se ven reforzadas: la autoconciencia adopta una nueva profundidad de exploración interior, la gestión emocional fortalece la capacidad para resolver conflictos y la empatía se convierte en la base del altruismo y la compasión (Lantieri y Zakrzewski, 2015).
Y cuando se utilizan este tipo de estrategias, mejora la capacidad atencional (ver figura 3) y la gestión del estrés de los alumnos (Schonert-Reichl et al., 2015), lo cual incide positivamente sobre su rendimiento académico, pero también –y más importante- sobre su bienestar personal. Y eso no se restringe a una etapa educativa concreta. Educación física
Bueno para el corazón, bueno para el cerebro
El ejercicio tiene una incidencia positiva en nuestra salud física, emocional, pero también cognitiva. Ya hace algunos años que se demostraron los beneficios de la actividad física sobre el cerebro de personas de edad avanzada.
Y en los últimos tiempos, también se han realizado investigaciones que muestran su importancia sobre el cerebro de niños y adolescentes. Además de ser un estupendo recurso para combatir el tan temido estrés crónico o mejorar el bienestar, el ejercicio puede beneficiar el funcionamiento de las funciones ejecutivas que tienen una incidencia directa sobre el desarrollo académico y personal del alumnado. Y ello se debe a que durante el ejercicio se liberan toda una serie de moléculas (BDNF o IGF-1, por ejemplo) que intervienen en procesos neuronales básicos, como la plasticidad sináptica, la neurogénesis o la vascularización cerebral (Gómez-Pinilla y Hillman, 2013), junto al incremento del nivel de neurotransmisores imprescindibles para un buen aprendizaje, como la dopamina (motivación), serotonina (estado de ánimo) o noradrenalina (atención), por ejemplo.
Los niños o adolescentes que practican deporte y poseen una mejor capacidad cardiovascular, tienen un hipocampo mayor y, como consecuencia de ello, se desenvuelven mejor en tareas que requieren la memoria explícita (Chaddock et al., 2010; ver figura 4).
Y aquellos alumnos que realizan pruebas académicas relacionadas con la comprensión lectora, la ortografía o la aritmética tras una actividad aeróbica moderada de 20 minutos (caminando o corriendo en la cinta, por ejemplo), obtienen mejores resultados que aquellos que han estado en una situación pasiva en ese intervalo de tiempo (Hillman et al., 2009). Incluso, simples parones de 4 minutos en la actividad académica diaria de niños en educación primaria para realizar una serie de movimientos rápidos son suficientes para optimizar la atención necesaria que requiere la tarea posterior y mejorar el desempeño en la misma. Esto será muy útil para todos los alumnos, en general, pero especialmente para aquellos con TDAH, que tienen mayores dificultades para focalizar la atención durante periodos de tiempo prolongados.
Los síntomas que caracterizan a estos niños con TDAH parecen reducirse cuando pueden moverse y jugar en entornos naturales. Y también se ha comprobado la utilidad de combinar el ejercicio físico con una mayor actividad mental como se da, por ejemplo, en el caso de las artes marciales. Un programa de taekwondo de tres meses de duración mejoró los procesos de autorregulación que posibilitaron mejoras, tanto conductuales como académicas, en los niños que participaron en los mismos (Lakes y Hoyt, 2004).
Las implicaciones educativas de estas investigaciones sugieren la necesidad de dedicar más tiempo a la educación física y no de relegarla a las últimas horas de la jornada escolar, como suele hacerse tradicionalmente. Esto en la práctica se ha comprobado, por ejemplo, con el programa Zero Hour de las escuelas Naperville 203 en Illinois, el cual ha permitido mejorar el bienestar personal de los alumnos y su rendimiento académico general (Ratey y Hagerman, 2010). Y cuando se han aplicado programas de ejercicio físico antes del inicio de la jornada escolar en los que los niños caminan o corren durante 15-20 minutos, mejora su comportamiento, su concentración durante las tareas y su disposición para el aprendizaje en las horas posteriores (Stylianou et al., 2016). Las últimas recomendaciones sobre el tiempo adecuado para optimizar la salud y el rendimiento académico de los alumnos son las siguientes: 150 minutos semanales en primaria y 225, como mínimo, en secundaria (Castelli et al., 2015).
Junto al necesario protagonismo de la educación física, también resulta fundamental enseñar al alumnado la importancia que tienen el sueño y la alimentación sobre el aprendizaje, tanto a corto como a largo plazo.
Educación artística
El arte: una necesidad cerebral
Los niños descubren de forma natural el mundo que les rodea cantando, dibujando, bailando o recreando, todas ellas actividades vinculadas al arte. Y ello es necesario para un adecuado desarrollo sensorial, motor, cognitivo y emocional. Las investigaciones muestran que las diferentes variedades artísticas pueden incidir de forma positiva en el aprendizaje del alumnado.
Así, por ejemplo, existen diversas evidencias empíricas que demuestran que la música (ver figura 6) mejora el rendimiento académico o la lectura, el teatro fortalece las habilidades verbales y las artes visuales pueden beneficiar el razonamiento geométrico (Winner et al., 2014). Pero por encima de estas particularidades, la educación artística resulta necesaria porque nos permite adquirir toda una serie de hábitos mentales y competencias básicas en los tiempos actuales -como la creatividad, cooperación, pensamiento crítico, resolución de problemas o iniciativa- que están en consonancia con la naturaleza social del ser humano y que son imprescindibles para el aprendizaje de cualquier contenido curricular.
Porque al experimentar el arte creado por otros vemos y sentimos el mundo como ellos. ¡Dichosas neuronas espejo!
Figura 6
Sousa y Pilecki (2013) han identificado algunas de las razones por las que las artes constituyen une necesidad para los estudiantes de cualquier etapa educativa: activan el cerebro, hacen la enseñanza más interesante, reducen el estrés, introducen novedad, fomentan la cooperación, promueven la creatividad, mejoran la memoria a largo plazo y favorecen el desarrollo intelectual. Y existen diversos estudios que confirman esto. Por ejemplo, cuando se diseña una unidad didáctica de ciencias en la que los alumnos realizan actividades que incluyen actuaciones teatrales, dibujos de posters, recreación de movimientos o utilización de la música, en consonancia con los objetivos de aprendizaje identificados, mejoran la memoria a largo plazo frente a aquellos que siguen un enfoque tradicional (Hardiman et al., 2014).
Una muestra clara de la necesidad de asumir un enfoque educativo interdisciplinar en el que las diferentes disciplinas se solapan de forma natural y no son independientes. Porque enseñar poesía de Lope de Vega a ritmo de rap, convertir la clase de biología en una galería de arte o pedir a los alumnos de matemáticas que escriban unas estrofas donde relatan los pasos que deben seguir para aplicar un teorema, puede motivar y facilitar el aprendizaje. No podemos pedir a nuestros alumnos que sean creativos si nosotros no hacemos el esfuerzo por serlo. Y más sabiendo que la creatividad no es innata y puede mejorarse con el entrenamiento adecuado.
Figura 7
Los programas de educación artística pueden resultar especialmente beneficiosos para adolescentes que pertenecen a entornos socioeconómicos desfavorecidos.
En un estudio de tres años se permitió elegir a los alumnos entre diferentes formas artísticas como la música, la pintura, la grabación de videos, la escritura de guiones o el diseño de máscaras. Luego profundizaban más en sus elecciones a través de la cooperación y, finalmente, realizaban una recreación teatral o grababan en video su trabajo realizado. Los tres años de aplicación del programa revelaron que los estudiantes mejoraron sus habilidades artísticas y sociales, redujeron sus problemas emocionales y, en general, desarrollaron más que el grupo de control diversas competencias interpersonales como la comunicación, la cooperación o la resolución de conflictos (Wright et al., 2006).
En la práctica, los alumnos desarrollan un pensamiento más profundo y creativo cuando se integran las artes en los contenidos curriculares. Un ejemplo de ello lo representa el programa Artful Thinking desarrollado por el Project Zero de la Universidad de Harvard que utiliza el poder de las imágenes visuales para desarrollar la creatividad y facilitar el aprendizaje. A través de la metáfora de la paleta de un pintor se estimula en los alumnos procesos como el cuestionamiento, la observación, el razonamiento, la indagación o la comparación. Existen también centros como las escuelas A+, en Carolina del Norte, que se han comprometido a enseñar arte todos los días a través de un plan de estudios consensuado que favorece múltiples formas de aprendizaje más cercano a la realidad y en el que interviene toda la comunidad educativa.
Los resultados muestran un incremento de satisfacción entre el alumnado y el profesorado y una mejora del rendimiento académico de los estudiantes. Algo que está en consonancia con el famoso estudio longitudinal dirigido por James Catterall (2009) que duró 12 años y en el que intervinieron 12000 alumnos de las etapas preuniversitarias. Los resultados indicaron que la educación artística tiene una incidencia positiva en el rendimiento académico del alumnado y en el desarrollo de conductas prosociales.
Juego
Juego, me divierto y aprendo
El juego constituye un mecanismo natural arraigado genéticamente que suscita la curiosidad, es placentero y nos permite adquirir toda una serie de competencias básicas para la vida que están en plena consonancia con nuestra naturaleza social. Y, por ello, es necesario para el aprendizaje y constituye un recurso que debe utilizarse a cualquier edad y en cualquier etapa educativa.
En experimentos con ratas -poseen una genética parecida a la nuestra- se ha comprobado que se altera el desarrollo normal del cerebro de las crías cuando se les impide jugar, manifestando en el futuro déficits de comportamiento social y conductas agresivas ante estímulos novedosos. Aunque algunos de los experimentos realizados con ratas, obviamente, no pueden ser replicados en seres humanos, existen indicios que mostrarían que los niños a los que se les impide jugar con normalidad tendrían mayor probabilidad de desarrollar en el futuro problemas de personalidad, impulsividad o una menor capacidad metacognitiva (Iliceto et al., 2015).
El juego es imprescindible para el aprendizaje debido, básicamente, al reto asociado al mismo que nos motiva y al feedback suministrado que nos va aportando información continua sobre cómo vamos progresando. Cuando en el laboratorio se han analizado los cerebros de personas jugando, se ha comprobado que se activa el llamado sistema de recompensa cerebral asociado a la dopamina que despierta nuestra motivación intrínseca y que, en definitiva, nos permite aprender. Pero también, durante el feedback suministrado, se desactiva la red neuronal por defecto y así se facilita que el jugador pueda enfocar la atención hacia los estímulos externos (Howard-Jones et al., 2016;
A raíz de todo lo anterior, se antoja necesario integrar el componente lúdico en el aula. Pero mantener el interés de los alumnos por el juego durante un trimestre o un curso escolar completo constituye un reto mucho mayor que incorporar una actividad lúdica un día aislado. En este caso concreto, hablamos ya de gamificación, la cual convierte la clase en una experiencia de juego, y no consiste en enmascarar con puntos, rankings o avatares lo que siempre hemos hecho. Porque para implementar un diseño educativo gamificado real hemos de identificar los objetivos de aprendizaje (¿por qué queremos gamificar esa experiencia?), crear la narrativa o historia que guiará el proceso (¿cómo participarán los alumnos en la experiencia?, ¿cómo se desarrollará la historia?, etc.) y cómo se integrarán las dinámicas (¿cómo trabajarán los alumnos?, ¿qué tipos de actividades les pediremos?, etc.) y las mecánicas propias del juego (puntos, avatares, rankings, insignias, niveles, etc.) que harán progresar la acción y motivarán e involucrarán al alumno en la historia.
Y en este proceso, las tecnologías digitales constituyen un recurso que puede facilitar enormemente el aprendizaje. La utilización de animaciones (ver figura 11), líneas del tiempo, infografías, murales digitales, screencasts, realidad aumentada, videojuegos… constituye en el fondo una actualización de las prácticas pedagógicas convencionales que puede ser aprovechada para atender la diversidad en el aula. De hecho, en muchas investigaciones en neurociencia se han utilizado programas y aplicaciones informáticas basadas en el juego con la finalidad de mejorar determinados trastornos del aprendizaje o funciones mentales y, en muchos casos, se han llegado a comercializar. Graphogame (dislexia), Number Race (discalculia) o NeuroRacer (memoria de trabajo) son algunos ejemplos conocidos.
Cuando se utilizan este tipo de estrategias en el aula, resulta natural integrar en las mismas metodologías inductivas en las que el profesor propone retos y preguntas que suscitan la curiosidad del alumno, fomentan su autonomía, favorecen el trabajo cooperativo y proporcionan experiencias de aprendizaje vinculadas al mundo real que permiten una mayor interdisciplinariedad.
Algunos ejemplos conocidos son el aprendizaje basado en problemas o proyectos, la enseñanza por medio del estudio y discusión de casos o el aprendizaje por indagación. Y otro buen ejemplo que integra también con naturalidad esta forma de trabajar es el modelo Flipped Clasroom en el que se invierte el proceso tradicional en el aula. En casa, el alumno ve videos cortos, a su propio ritmo, relacionados con los contenidos que se están trabajando y esta información puede consultarla cuando lo desee .
Mientras que el tiempo en el aula se aprovecha para realizar tareas de aprendizaje activo que fomenten la reflexión y la adquisición de hábitos intelectuales como, por ejemplo, resolución de problemas, proyectos cooperativos o prácticas de laboratorio, con lo que el profesor puede ser más sensible a las necesidades particulares y disponer de más tiempo para ello.
Está claro que los nuevos tiempos requieren nuevas necesidades educativas. Nuestro cerebro plástico y social -en continua reorganización- agradece este tipo de retos y así sigue mejorando su funcionamiento y el de los demás.
Jesús C. Guillén
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Referencias:
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