Soy científico. El mío es un mundo profesional en el que se logran grandes cosas para la humanidad. Pero está desfigurado por unos incentivos inadecuados. Los sistemas imperantes de la reputación personal y el ascenso profesional significan que las mayores recompensas a menudo son para los trabajos más llamativos, no para los mejores. Aquellos de nosotros que respondemos a estos incentivos estamos actuando de un modo perfectamente lógico —yo mismo he actuado movido por ellos—, pero no siempre poniendo los intereses de nuestra profesión por encima de todo, por no hablar de los de la humanidad y la sociedad.
Todos sabemos lo que los incentivos distorsionadores han hecho a las finanzas y la banca. Los incentivos que se ofrecen a mis compañeros no son unas primas descomunales, sino las recompensas profesionales que conlleva el hecho de publicar en revistas de prestigio, principalmente Nature, Cell y Science. Se supone que estas publicaciones de lujo son el paradigma de la calidad, que publican solo los mejores trabajos de investigación. Dado que los comités encargados de la financiación y los nombramientos suelen usar el lugar de publicación como indicador de la calidad de la labor científica, el aparecer en estas publicaciones suele traer consigo subvenciones y cátedras.
Pero la reputación de las grandes revistas solo está garantizada hasta cierto punto. Aunque publican artículos extraordinarios, eso no es lo único que publican. Ni tampoco son las únicas que publican investigaciones sobresalientes.
Estas revistas promocionan de forma agresiva sus marcas, de una manera que conduce más a la venta de suscripciones que a fomentar las investigaciones más importantes. Al igual que los diseñadores de moda que crean bolsos o trajes de edición limitada, saben que la escasez hace que aumente la demanda, de modo que restringen artificialmente el número de artículos que aceptan. Luego, estas marcas exclusivas se comercializan empleando un ardid llamado “factor de impacto”, una puntuación otorgada a cada revista que mide el número de veces que los trabajos de investigación posteriores citan sus artículos. La teoría es que los mejores artículos se citan con más frecuencia, de modo que las mejores publicaciones obtienen las puntuaciones más altas.
Pero se trata de una medida tremendamente viciada, que persigue algo que se ha convertido en un fin en sí mismo, y es tan perjudicial para la ciencia como la cultura de las primas lo es para la banca.
Es habitual, y muchas revistas lo fomentan, que una investigación sea juzgada atendiendo al factor de impacto de la revista que la publica. Pero como la puntuación de la publicación es una media, dice poco de la calidad de cualquier investigación concreta. Además, las citas están relacionadas con la calidad a veces, pero no siempre. Un artículo puede ser muy citado porque es un buen trabajo científico, o bien porque es llamativo, provocador o erróneo. Los directores de las revistas de lujo lo saben, así que aceptan artículos que tendrán mucha repercusión porque estudian temas atractivos o hacen afirmaciones que cuestionan ideas establecidas. Esto influye en los trabajos que realizan los científicos.
Crea burbujas en temas de moda en los que los investigadores pueden hacer las afirmaciones atrevidas que estas revistas buscan, pero no anima a llevar a cabo otras investigaciones importantes, como los estudios sobre la replicación. En casos extremos, el atractivo de las revistas de lujo puede propiciar las chapuzas y contribuir al aumento del número de artículos que se retiran por contener errores básicos o ser fraudulentos. Science ha retirado últimamente artículos muy impactantes que trataban sobre la clonación de embriones humanos, la relación entre el tirar basura y la violencia y los perfiles genéticos de los centenarios. Y lo que quizá es peor, no ha retirado las afirmaciones de que un microorganismo es capaz de usar arsénico en su ADN en lugar de fósforo, a pesar de la avalancha de críticas científicas.
Hay una vía mejor, gracias a la nueva remesa de revistas de libre acceso que son gratuitas para cualquiera que quiera leerlas y no tienen caras suscripciones que promover.
Nacidas en Internet, pueden aceptar todos los artículos que cumplan unas normas de calidad, sin topes artificiales. Muchas están dirigidas por científicos en activo, capaces de calibrar el valor de los artículos sin tener en cuenta las citas. Como he comprobado dirigiendo eLife, una revista de acceso libre financiada por la Fundación Wellcome, el Instituto Médico Howard Hughes y la Sociedad Max Planck, publican trabajos científicos de talla mundial cada semana.
Los patrocinadores y las universidades también tienen un papel en todo esto. Deben decirles a los comités que toman decisiones sobre las subvenciones y los cargos que no juzguen los artículos por el lugar donde se han publicado.
Lo que importa es la calidad de la labor científica, no el nombre de la revista. Y, lo más importante de todo, los científicos tenemos que tomar medidas. Como muchos investigadores de éxito, he publicado en las revistas de renombre, entre otras cosas, los artículos por los que me han concedido el Premio Nobel de Medicina, que tendré el honor de recoger mañana. Pero ya no. Ahora me he comprometido con mi laboratorio a evitar las revistas de lujo, y animo a otros a hacer lo mismo.
Al igual que Wall Street tiene que acabar con el dominio de la cultura de las primas, que fomenta unos riesgos que son racionales para los individuos, pero perjudiciales para el sistema financiero, la ciencia debe liberarse de la tiranía de las revistas de lujo. La consecuencia será una investigación mejor que sirva mejor a la ciencia y a la sociedad.
Randy Schekman es biólogo estadounidense. Ha ganado el Premio Nobel de Medicina en 2013.
© Guardian News & Media, 2013.
Traducción de News Clips, Paloma Cebrián.
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