Con el funcionariado está sucediendo lo mismo que con la crisis
económica.
Las víctimas son presentadas como culpables y los auténticos
culpables se valen de su poder para desviar responsabilidades,
metiéndoles mano al bolsillo y al horario laboral de quienes inútilmente
proclaman su inocencia.
Aquí, con el agravante de que al ser unas víctimas selectivas,
personas que trabajan para la Administración pública, el resto de la
sociedad también las pone en el punto de mira, como parte de la
deuda que se le ha venido encima y no como una parte más de
quienes sufren la crisis.
La bajada salarial y el incremento de jornada de los funcionarios se
aplaude de manera inmisericorde, con la satisfecha sonrisa de los
gobernantes por ver ratificada su decisión.
Detrás de todo ello hay una ignorancia supina del origen del
funcionariado. Se envidia de su status -y por eso se critica- la
estabilidad que ofrece en el empleo, lo cual en tiempos de paro y de
precariedad laboral es comprensible; pero esta permanencia tiene su
razón de ser en la garantía de independencia de la Administración
respecto de quien gobierne en cada momento; una garantía que es
clave en el Estado de derecho.
En coherencia, se establece constitucionalmente la igualdad de acceso
a la función pública, conforme al mérito y a la capacidad de los
concursantes. La expresión de ganar una plaza «en propiedad»
responde a la idea de que al funcionario no se le puede «expropiar» o
privar de su empleo público, sino en los casos legalmente previstos y
nunca por capricho del político de turno.
Cierto que no pocos funcionarios consideran esa «propiedad» en
términos patrimoniales y no funcionales y se apoyan en ella para un
escaso rendimiento laboral, a veces con el beneplácito sindical; pero
esto es corregible mediante la inspección, sin tener que alterar aquella
garantía del Estado de derecho.
Los que más contribuyen al desprecio de la profesionalidad del
funcionariado son los políticos cuando acceden al poder. Están tan
acostumbrados a medrar en el partido a base de lealtades y
sumisiones personales, que cuando llegan a gobernar no se fían de
los funcionarios que se encuentran.
Con frecuencia los ven como un obstáculo a sus decisiones, como
burócratas que ponen objeciones y controles legales a quienes
piensan que no deberían tener límites por ser representantes de la
soberanía popular.
En caso de conflicto, la lealtad del funcionario a la ley y a su función
pública llega a interpretarse por el gobernante como una deslealtad
personal hacia él e incluso como una oculta estrategia al servicio de la
oposición.
Para evitar tal escollo han surgido, cada vez en mayor número, los
cargos de confianza al margen de la Administración y de sus tablas
salariales; también se ha provocado una hipertrofia de cargos de libre
designación entre funcionarios, lo que ha suscitado entre éstos un
interés en alinearse políticamente para acceder a puestos relevantes,
que luego tendrán como premio una consolidación del complemento
salarial de alto cargo.
El deseo de crear un funcionariado afín ha conducido a la intromisión
directa o indirecta de los gobernantes en procesos de selección de
funcionarios, influyendo en la convocatoria de plazas, la definición de
sus perfiles y temarios e incluso en la composición de los tribunales.
Este modo clientelar de entender la Administración , en sí mismo una
corrupción, tiene mucho que ver con la corrupción económico-política
conocida y con el fallo en los controles para atajarla.
Estos gobernantes de todos los colores políticos, pero sobre todo los
que se tildan de liberales, son los que, tras la perversión causada por
ellos mismos en la función pública, arremeten contra la tropa
funcionarial, sea personal sanitario, docente o puramente
administrativo.
Si la crisis es general, no es comprensible que se rebaje el sueldo sólo
a los funcionarios y, si lo que se quiere es gravar a los que tienen un
empleo, debería ser una medida general para todos los que perciben
rentas por el trabajo sean de fuente pública o privada.
Con todo, lo más sangrante no es el recorte económico en el salario
del funcionario, sino el insulto personal a su dignidad.
Pretender que trabaje media hora más al día no resuelve ningún
problema básico ni ahorra puestos de trabajo, pero sirve para
señalarle como persona poco productiva. Reducir los llamados
«moscosos» o días de libre disposición -que nacieron en parte como
un complemento salarial en especie ante la pérdida de poder
adquisitivo- no alivia en nada a la Administración, ya que jamás se ha
contratado a una persona para sustituir a quien disfruta de esos días,
pues se reparte el trabajo entre los compañeros.
La medida sólo sirve para crispar y desmotivar a un personal que,
además de ver cómo se le rebaja su sueldo, tiene que soportar que los
gobernantes lo estigmaticen como una carga para salir de la crisis.
Pura demagogia para dividir a los paganos.
En contraste, los políticos en el poder no renuncian a sus asesores ni
a ninguno de sus generosos y múltiples emolumentos y prebendas,
que en la mayoría de los casos jamás tendrían ni en la Administración
ni en la empresa privada si sólo se valorasen su mérito y capacidad. Y
lo grave es que no hay propósito de enmienda. No se engañen, la
crisis no ha corregido los malos hábitos; todo lo más, los ha frenado
por falta de financiación o, simplemente, ha forzado a practicarlos de
manera más discreta.
Francisco J. Bastida.
Catedrático de Derecho Constitucional.
Universidad de Oviedo.
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